Dar el primer paso nunca ha sido lo mío, pero creo que siempre hay excepciones. Siempre titubeé, siempre pensé las cosas mil veces antes, y siempre decidí que ellos actuaran primero. ¿Por qué esta vez “él” sería una excepción?
Lo sé, él es diferente; ¿pero la situación es diferente? Creo que sólo quiero saber si lo vale. ¿Él lo vale? ¡Clarooo! Pero mi corazón… ¿lo vale? ¿Vale la tristeza? ¿Valen mis ridículos prejuicios? ¿Vale el no poder pasar el suficiente tiempo y espacio juntos?
No lo decidí… no decidí sentir esto ¿acaso decidir era una opción? Él para mí significa mucho, por su persona, por su esencia, por su amistad. Lo quise y lo quiero por ser él, no por que me gustara, o mi interés fuera diferente al de la amistad.
¡Ahora me siento tan mal! No quiero que las cosas cambien, pero el que yo dé el paso no significa que las cosas cambiarán ¿verdad?
¡Tengo tantas preguntas! A veces algo en mi ingenua cabecita me hace pensar que él siente algo similar y no lo dice… ¿pero, es cierto? Quizá sólo es la suposición de sentirse correspondida.
Yo no lo elegí, sin embargo está ahí. No me resisto a sentir, es hermoso lo que siento. Me da miedo perder a mi amigo en el intento de externar amor.
1996: En Japón se lanza al mercado la famosa consola de videojuegos Nintendo 64. *Mi generación es una de las más agredecidas con eso.
Había una vez un hombre que se casó con la mujer de sus sueños. Con su amor, ambos crearon una niñita, una pequeña radiante y alegre, a quien el gran hombre amaba mucho.
Cuando ella era muy pequeña, él solía levantarla, entonaba una melodía y bailaba con ella por la habitación, diciéndole:
—Te amo, mi niña.
La niñita fue creciendo, y el hombre la abrazaba y le decía:
—Te amo, mi niña.
Ella se enfurruñaba y decía:
—Ya no soy una niña.
—Para mí, tú siempre serás mi niña.
La niña, que ya no era una niña, se fue de casa para descubrir el ancho mundo. A medida que se conocía mejor a sí misma, conocía mejor al hombre. Entendía que él era verdaderamente grande y fuerte, porque ahora reconocía sus virtudes. Una de ellas era la capacidad para expresar su amor a su familia. No importaba dónde estuviera ella en el mundo; él la llamaba para decirle: «Te amo, mi niña».
Llegó un día en que la niña, que ya no era una niña, recibió una llamada telefónica. El gran hombre estaba enfermo. Le dijeron que había tenido un ataque y estaba afásico. Ya no podía hablar y no estaban seguros de que entendiera lo que se le decía. Ya no podía sonreír, ni reír, ni andar, abrazar, bailar ni expresarle su amor a la niña, que ya no era una niña.
Entonces regresó al lado del gran hombre. Cuando entró en la habitación y lo vio, le pareció pequeño y nada fuerte. Él la miró e intentó hablar, pero no pudo.
La niñita hizo lo único que podía hacer. Se tendió en la cama, junto al gran hombre. Las lágrimas brotaban de los ojos de ambos, y ella abrazó sus hombros paralizados.
Y entonces oyó, en el pecho de él, el latido del corazón. El corazón donde habían vivido siempre la música y las palabras. El corazón seguía latiendo tercamente, despreocupado del daño que sufría el resto del cuerpo. Y mientras ella descansaba, se produjo un momento mágico. Ella oyó lo que necesitaba oír.
El corazón iba latiendo las palabras que la boca ya no podía pronunciar...
Te amo,
mi niña.
Te amo,
mi niña.
Te amo,
mi niña...
Y se sintió consolada.
Patty Hansen
